" La esperanza y el gato de Schrödinger"
Iba andando por las calles
pedregosas del centro de la ciudad, al principio con cuidado, para que las
ruedas del troley no hicieran mucho ruido sobre los adoquines —¡Ay, esos
ayuntamientos que piensan que queda bonito poner adoquines por las calles del
centro!, cómo se nota que ellos no han intentado andar con tacones por esas
calles, si no, seguro que ya las hubiesen asfaltado, de eso no le cabía ninguna
duda—. Pero, conforme se iba alejando, y el aire fresco entraba en sus pulmones,
dotándola nuevamente de vida, fue olvidando su prudencia y ya no le importaba
que la maleta sonase tanto, es más, de pronto se sorprendió a sí misma
tarareando entre dientes una cancioncilla de su infancia. No entendía por qué,
de pronto, esa canción le venía a la mente, quizás porque recordaba su niñez como uno de los momentos más felices de su vida y ahora sentía que era dichosa
de nuevo.
«¿Cómo fue que llegué
a esto? —se preguntó—, yo era una chica normal, ni
muy guapa ni muy fea, ni muy alta ni muy baja, ni muy rubia ni muy morena;
normal, vamos. No estaba entre las populares, pero tampoco entre las
empollonas, aunque sí que me gustaba estudiar. Nunca me gustó sobresalir,
aunque fuese por algo positivo como era pertenecer al grupo de los «listos» de
la clase. Aunque sí que era la típica persona en la que la gente confía, a la
que las señoras cuentan sus cuitas, bien en la sala de espera del ambulatorio,
o en la parada del autobús, ese era mi don».
No
fue hasta que cumplió los dieciséis años, que salió, por primera vez sola, con
una amiga, a ver los distintos belenes que se montan en fechas navideñas, y un
chico se interesó por ella, «¡ojalá no hubiese salido nunca a ver esos belenes!,
—pensó», pero, por lo visto, lo que está destinado
para uno no puede evitarse. Porque tenía un examen esa semana y había intentado
no salir, pese a la insistencia de su amiga, ya que necesitaba buenas notas
para conseguir la beca que le permitiría seguir con sus estudios, pero cuando
lo conoció a él, se olvidó de los estudios, se olvidó de las notas, se olvidó
de sus amigos, se olvidó de todo… se olvidó hasta de ella misma. En realidad, a
ella fue a la primera que olvidó.
La
primera bofetada la sintió más en el alma que en la cara, pero a continuación
llegó la primera disculpa, repleta de besos y de lágrimas y perdonó, con apenas
veinte años y un hijo, ¿qué otra cosa podía hacer? Por desgracia, ese pequeño ángel
de rizos morenos, con grandes ojos que lo abarcaban todo, como queriendo ver la
creación con una sola mirada, no pudo con la maldita enfermedad y se fue.
Hasta
esta noche, en la que harta de todo, decidió que unas gotitas de «Trankimazin» no le harían mucho daño. Y así pudo escapar en el
silencio de la madrugada. Tiró por un callejón solitario, porque ni ganas de
ver a nadie tenía y de pronto los vio, unos puntos de luz refulgentes, que
conforme se iba acercando pudo adjudicar a un hermoso gato negro, que se
encontraba en un ángulo oscuro del callejón, quizás, como ella misma, temiendo
también a la gente. Se acercó con cuidado ganándose su confianza, hasta que lo
pudo tomar en brazos y los dos juntos se alejaron por las calles solitarias.
¿Qué les depararía el futuro?, quizás el gato lo sabría, podían tener una vida
plena, o no, todo dependería de la puerta que abriesen.
Macarena Diana Liroa