sábado, 22 de junio de 2019

Segundo Premio de Relato Corto, curso 2018/19

                                           
                                                                "Amistad"


Cuando era una niña y jugaba en las calles empedradas de mi barrio establecí una amistad inolvidable; Un día de primavera me crucé con una gata que volteaba una esquina; La recuerdo salvaje, de bigotes largos y pelaje negro y blanco a rayas. Ambas nos quedamos inmóviles, Entonces recordé que  llevaba mi merienda en el bolsillo y me acerqué para darle un pedacito de jamón. Ella gruñía, pero dejó que me acercara lo suficiente; Lo olisqueó, se  lo comió, se dio la vuelta y se fue.

A la semana siguiente volví a pasar por aquella calle y otra vez  estaba allí y todo volvió a repetirse. Los gatos salvajes aprenden a sobrevivir patrullando su territorio buscando recursos, y cuando encuentran a alguien o algo que los proporciona empiezan a frecuentarlo, pero yo entonces no sabía eso.

Al principio los bufidos y los gruñidos fueron lo habitual de nuestros encuentros, pero con el tiempo  establecimos normas. Sabía que le gustaba el jamón y el pescado, que aborrecía la comida de gatos y que le encantaba rodar y rascarse la espalda, a cambio, ella me dejaba compartir su espacio, alimentarla y acariciarla, y después de ronronear un rato se marchaba sin más.

Cada miércoles y a la misma hora ella se presentaba, así forjamos una relación de confianza que duró años, pero un buen día dejó de venir. Continué visitando esa calle hasta que un día volvió, pero esta vez parecía débil, apenas se movía, aullaba al acariciarla, le costaba respirar y además estaba embarazada. La agarré e inmediatamente la llevé a una clínica veterinaria. Allí no me dieron buenas noticias; De la camada nacieron dos crías con vida y la madre no iba a tener mejor suerte, tenía una infección renal y no podían evitar lo inminente. Asentí y el veterinario desapareció tras una puerta para volver al rato con una cajita con su cuerpo dentro.

Entre lágrimas la agarré y a escondidas la llevé a un jardín cercano y tranquilo donde había muchas flores, la saqué con cuidado y la enterré, fue uno de los días más tristes que recuerdo. Entonces recordé a sus hijas, necesitaban comida, agua, cuidados, un sitio donde dormir y alguien a quien querer. Volví a la clínica y pregunté qué pasaría con ellas, me dijeron que  las darían en adopción, así que decidí quedármelas.

Mi vida continuó, yo vivo en otra ciudad pero cada cierto tiempo vuelvo allí y cada vez que lo hago paso por la calle donde nos conocimos y mis recuerdos vuelven, siento otra vez su presencia, pero aquel día fue algo diferente. Vi algo que me sobresaltó, su alma, blanca y traslúcida, estaba ante mí  como cuando éramos pequeñas, pero esta vez sus ojos transmitían la necesidad de saber cómo estaban sus crías, así que sonriendo le mandé un pensamiento de tranquilidad “Tus hijas estarán bien, cuidaré de ellas, puedes irte tranquila”.  Ella se volvió, saltó y se desvaneció marchándose hacia lo que yo confío que es el cielo. Una lágrima se asomó inesperada, y mientras me la secaba me di la vuelta y me alejé con mi maleta hacia mi destino.

El tiempo pasó, pero cuando mis gatas me reciben al llegar a casa a veces me conmuevo al recordar mi niñez en aquellas calles empedradas y a mi vieja, curiosa y bigotuda amiga de mi infancia.

                                                                                                             Alberto Bedmar Montaño

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