"Amistad"
Cuando era una niña y jugaba
en las calles empedradas de mi barrio establecí una amistad inolvidable; Un día
de primavera me crucé con una gata que volteaba una esquina; La recuerdo salvaje,
de bigotes largos y pelaje negro y blanco a rayas. Ambas nos quedamos
inmóviles, Entonces recordé que llevaba
mi merienda en el bolsillo y me acerqué para darle un pedacito de jamón. Ella
gruñía, pero dejó que me acercara lo suficiente; Lo olisqueó, se lo comió, se dio la vuelta y se fue.
A la semana siguiente volví a
pasar por aquella calle y otra vez
estaba allí y todo volvió a repetirse. Los gatos salvajes aprenden a
sobrevivir patrullando su territorio buscando recursos, y cuando encuentran a
alguien o algo que los proporciona empiezan a frecuentarlo, pero yo entonces no
sabía eso.
Al principio los bufidos y los gruñidos fueron lo habitual de nuestros encuentros, pero con el tiempo establecimos normas. Sabía que le gustaba el jamón y el pescado, que aborrecía la comida de gatos y que le encantaba rodar y rascarse la espalda, a cambio, ella me dejaba compartir su espacio, alimentarla y acariciarla, y después de ronronear un rato se marchaba sin más.
Cada miércoles y a la misma
hora ella se presentaba, así forjamos una relación de confianza que duró años,
pero un buen día dejó de venir. Continué visitando esa calle hasta que un día
volvió, pero esta vez parecía débil, apenas se movía, aullaba al acariciarla,
le costaba respirar y además estaba embarazada. La agarré e inmediatamente la
llevé a una clínica veterinaria. Allí no me dieron buenas noticias; De la
camada nacieron dos crías con vida y la madre no iba a tener mejor suerte,
tenía una infección renal y no podían evitar lo inminente. Asentí y el
veterinario desapareció tras una puerta para volver al rato con una cajita con
su cuerpo dentro.
Entre lágrimas la agarré y a
escondidas la llevé a un jardín cercano y tranquilo donde había muchas flores,
la saqué con cuidado y la enterré, fue uno de los días más tristes que
recuerdo. Entonces recordé a sus hijas, necesitaban comida, agua, cuidados, un
sitio donde dormir y alguien a quien querer. Volví a la clínica y pregunté qué
pasaría con ellas, me dijeron que las
darían en adopción, así que decidí quedármelas.
Mi vida continuó, yo vivo en
otra ciudad pero cada cierto tiempo vuelvo allí y cada vez que lo hago paso por
la calle donde nos conocimos y mis recuerdos vuelven, siento otra vez su
presencia, pero aquel día fue algo diferente. Vi algo que me sobresaltó, su
alma, blanca y traslúcida, estaba ante mí
como cuando éramos pequeñas, pero esta vez sus ojos transmitían la
necesidad de saber cómo estaban sus crías, así que sonriendo le mandé un
pensamiento de tranquilidad “Tus hijas estarán bien, cuidaré de ellas,
puedes irte tranquila”. Ella se
volvió, saltó y se desvaneció marchándose hacia lo que yo confío que es el
cielo. Una lágrima se asomó inesperada, y mientras me la secaba me di la vuelta
y me alejé con mi maleta hacia mi destino.
El tiempo pasó, pero cuando
mis gatas me reciben al llegar a casa a veces me conmuevo al recordar mi niñez
en aquellas calles empedradas y a mi vieja, curiosa y bigotuda amiga de mi
infancia.
Alberto Bedmar Montaño
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